viernes, 11 de junio de 2010

Prólogo dos: Frutoterapia para Rigo



Alguna vez el profesor Rigoberto, en una conferencia, leyó que en un aeropuerto, fue confundido con un escritor de libros de frutas. Quise seguirle la corriente y escribí un cuento en el que él es un guionista de cine, secuestrado por un grupo de monjas que lo quiere convertir al culto de las pasifloras. Me gustó el homenaje porque desde ese momento adopté una monja para mi proyecto narrativo: la hija que siempre les recordará a mis amigos cuánto les amé. El extraño convento de ese pueblo remoto de Santa Isabel –que visualizo muy parecido a Santa Fe de Antioquia-, es una parte de mi mundo. Un rincón del corazón en el que retengo –a la fuerza, con la promesa de una arquitectura- un poco del conocimiento literario de mi profesor.


Tan a gusto me sentí con la historia de Rigo y Brávara que cuando los compañeros de la revista Polifonía me preguntaron por un texto para publicar les entregué ese. No sé si les gustó. Ahora que lo repaso se que le faltó mucha carpintería, pero tengo que agradecerles el que me hubieran brindado la oportunidad de sugerirle a un lector desconocido el buen uso que puede hacer de una maracuyá. O del cine. O de la vida.


Cuando agradezco por un fruto de la amistad, no puedo menos que recordar a esas mujeres fascinantes de la cocina del Asilo San José. Para obtener el C.A.P. como panadero del SENA, presenté la práctica laboral en ese hogar de ancianos. Los lunes y los jueves me daba con Amanda Navarrete a la tarea de conseguir 500 panes. Nuestra patrona era la hermana Lourdes pues dicho asilo es asistido por las Hermanitas de los Pobres de San Pedro Claver.


¡En ese rincón de la cocina cuántas cosas nuevas aprendí de las mujeres! Lo confieso: me dejé seducir por Rossi, una mujer alta, negra, hermosa… Una tarde andamos por el parque Bolívar, me sentía en zapatos muy ajenos. Las mujeres mayores me son atractivas pero no para los juegos de la seducción y la entrega. Me corché con ella.


Allí, en ese pedazo de cocina, escuchando La Cariñosa, hablando con Amanda, rodeado de ancianos y ancianas y con el paisaje contrastante de los edificios de Pinares, la terminal, La 14 y el lunar de miseria que es La Churria, que me hice panadero. Amé mi laboratorio por las ventanas. Mientras amasaba la harina y le daba forma a los panes me iba detrás de los gamines, de los basuqueros, de los perdidos en ese mundo sin esperanza, sin belleza, que representa ese hueco al que fueron a parar los indigentes –así existan términos más suaves- de la antigua galería. Las ventanas me permitían acercarme a la mugre sin que terminara salpicado. Me enseñaban, me protegían, ante todo porque no me exponían a la desesperanza: existen las mujeres que se encargan de aquellos que quedan relegados en la lucha por la ilusión del progreso.


El cuento que quise escribir en esos días del San José tenía por personaje principal a una Sor Juana Inés de la Cruz que provenía de la versión de R. H. Moreno-Durán en Cuestión de hábitos, matizada, maquillada, con algo de la protagonista de La ventana de enfrente. Me imaginé como ese pastelero, anciano, vagando sin ese amigo de juventud, y de pronto rescatado por una mujer, en mi caso por una monja, a la que le enseñaba los secretos de la cocina.


Ahora puedo afirmar que Rigo raptado por las monjas de un convento es una forma de narrarme a mí mismo, cautivo de las mujeres y la cocina.

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