viernes, 11 de junio de 2010

Cuatro prólogos a un ensayo de lecturas

Mi proyecto de investigación en el Semillero de Cuento Literario -adscrito a la revista Caballo Perdido- Ración de campaña, se venía gestando en mi corazón, en mi cerebro y en mi estómago durante unos cuatro años.

Ahora, da sus primeros pasos de la mano del G.A.B. (Grupo de Amigos de la Biblioteca), con el apoyo del C.C.B. Comfamiliar y la Casa de la Cultura, Quinchía, por el paisaje de estos cerros y sus cultivos de maíz, café, plátano, caña de azúcar, mora.

Estos son los cuatro momentos claves que me llevaron a proponer una investigación con los cuentos que traen fórmulas mágicas para convocar el amor, la fraternidad, la creatividad a través de la preparación de un alimento.

Prólogo uno: José C.



Rastrear en los cuentos el lugar de la cocina, no podría explicarse sino es porque al corazón le urge reencontrarse con esos fantasmas que un día tuvieron carne, abrazamos y nos dieron un sabor que buscábamos después de tantas pérdidas y derrotas, después de perder hermanos, de abandonar esa casa grande que fue el seminario de Fusimaña y Villa Sallent, y de llegar a Pereira para vivir como adulto.


José fue el primero que me llevó a la lectura de Como agua para chocolate –el libro, de Xiomara–. Gracias a su curiosidad conocí a Laura Esquivel, vi la película y encontré el recetario Íntimas suculencias. Yo estudiaba Español y Literatura pero era con él que los libros tenían sabor, se dejaban comer y uno sabía que era devorado por libros, por lectores, que a su vez eran un plato o un relato servido, que uno se comía de diversas maneras. Nos atragantamos con los amigos en Quinchía, en Santa Rosa de Cabal. Nos comimos su pasado en el dulce de ñame que su mamá le mandó desde Chinú. Consumimos su nostalgia en el mote de queso. Y mi primera torta –cuando yo estudiaba panadería en el SENA- fue para su cumpleaños. Sí, de esos primeros panes y dulces él conoció el sabor. Para él escribí un cuento con receta: Aquiles 2-11. Hablaba de un pan que había descubierto cuando buscaba repetir la fórmula del pan canela. Adriana lo recordará como el cuento que hablaba de los mocos.


Xiomara, Adriana, José. Una época bonita que siempre estará en los brindis que celebran la vida. Manchamanteles, Dulce de plátano maduro y Brazo de reina fueron los cuentos de los días en que soñaba con literatura y cocina. Los días que terminaron cuando creí que podía ser empresario y me monté en el proyecto de una panadería. El fracaso endureció el pan, amargó sonrisas. En el dinero perdido también se perdió el sabor de nuestra amistad y la necesidad de otros olores, de otro gusto para el paladar, se intensificó tanto que dejamos de compartir la mesa. Partí para saciar mi hambre lejos del fogón de Olga Baena -¡Exquisito!-, sin saber que me condenaba a errar sin poder volver a esos platos en que Pereira pudo ser un chance.


Todos los días tengo un pensamiento para el hombre que fue mi amigo. Cuando me contaron que estaba flaco sufrí mucho. Hace tiempo me pregunto por su alimentación: dónde, cómo, qué. Ahora que Leydi y Juan Manuel me ofrecen un banquete de oportunidades en esa Pereira que no he aprendido a querer, espero que el aroma de esperanza con que hervimos el canelazo de la próxima luna llena, con mis muchachos a los pies del Gobia, le lleve la noticia de un plato que en casa, está servido para él.

Prólogo dos: Frutoterapia para Rigo



Alguna vez el profesor Rigoberto, en una conferencia, leyó que en un aeropuerto, fue confundido con un escritor de libros de frutas. Quise seguirle la corriente y escribí un cuento en el que él es un guionista de cine, secuestrado por un grupo de monjas que lo quiere convertir al culto de las pasifloras. Me gustó el homenaje porque desde ese momento adopté una monja para mi proyecto narrativo: la hija que siempre les recordará a mis amigos cuánto les amé. El extraño convento de ese pueblo remoto de Santa Isabel –que visualizo muy parecido a Santa Fe de Antioquia-, es una parte de mi mundo. Un rincón del corazón en el que retengo –a la fuerza, con la promesa de una arquitectura- un poco del conocimiento literario de mi profesor.


Tan a gusto me sentí con la historia de Rigo y Brávara que cuando los compañeros de la revista Polifonía me preguntaron por un texto para publicar les entregué ese. No sé si les gustó. Ahora que lo repaso se que le faltó mucha carpintería, pero tengo que agradecerles el que me hubieran brindado la oportunidad de sugerirle a un lector desconocido el buen uso que puede hacer de una maracuyá. O del cine. O de la vida.


Cuando agradezco por un fruto de la amistad, no puedo menos que recordar a esas mujeres fascinantes de la cocina del Asilo San José. Para obtener el C.A.P. como panadero del SENA, presenté la práctica laboral en ese hogar de ancianos. Los lunes y los jueves me daba con Amanda Navarrete a la tarea de conseguir 500 panes. Nuestra patrona era la hermana Lourdes pues dicho asilo es asistido por las Hermanitas de los Pobres de San Pedro Claver.


¡En ese rincón de la cocina cuántas cosas nuevas aprendí de las mujeres! Lo confieso: me dejé seducir por Rossi, una mujer alta, negra, hermosa… Una tarde andamos por el parque Bolívar, me sentía en zapatos muy ajenos. Las mujeres mayores me son atractivas pero no para los juegos de la seducción y la entrega. Me corché con ella.


Allí, en ese pedazo de cocina, escuchando La Cariñosa, hablando con Amanda, rodeado de ancianos y ancianas y con el paisaje contrastante de los edificios de Pinares, la terminal, La 14 y el lunar de miseria que es La Churria, que me hice panadero. Amé mi laboratorio por las ventanas. Mientras amasaba la harina y le daba forma a los panes me iba detrás de los gamines, de los basuqueros, de los perdidos en ese mundo sin esperanza, sin belleza, que representa ese hueco al que fueron a parar los indigentes –así existan términos más suaves- de la antigua galería. Las ventanas me permitían acercarme a la mugre sin que terminara salpicado. Me enseñaban, me protegían, ante todo porque no me exponían a la desesperanza: existen las mujeres que se encargan de aquellos que quedan relegados en la lucha por la ilusión del progreso.


El cuento que quise escribir en esos días del San José tenía por personaje principal a una Sor Juana Inés de la Cruz que provenía de la versión de R. H. Moreno-Durán en Cuestión de hábitos, matizada, maquillada, con algo de la protagonista de La ventana de enfrente. Me imaginé como ese pastelero, anciano, vagando sin ese amigo de juventud, y de pronto rescatado por una mujer, en mi caso por una monja, a la que le enseñaba los secretos de la cocina.


Ahora puedo afirmar que Rigo raptado por las monjas de un convento es una forma de narrarme a mí mismo, cautivo de las mujeres y la cocina.

Prólogo tres: Todos los santos y Martha Gantier Balderrama



Cuando reviso mis lecturas, el balance siempre me deja en deuda con la poesía. No soy un devorador de poemarios. Mis apuestas son escazas y la fidelidad a mis poetas de cabecera goza es alta. Esto se debe a que la poesía requiere de maestros que le guíen a uno las lecturas, que le enseñen los ritmos para leer este o aquel poema. Uno necesita de un maestro que atine el sabor que necesitamos para condimentar una tarde de neblina, una noche sin luna.


El curso de poesía que recibí con Martha, me enseñó algo que no pude aprender en las rejillas de la academia. Aprendí a devorar con los sentidos, pulí aristas estéticas gracias a la inclusión de lo sobrio como una categoría fundamental. En las conversaciones con Martha sobre los árboles y las flores de la región, mi espíritu se sentía cosmopolita: comprendí como lo local es universal. Más que palabras sofisticadas, nombres pomposos, acentos afrancesados, expresiones en inglés, uno es cosmopolita mientras no deje de sentirse extranjero. Cuando uno se extraña de la lluvia prometida en las nubes negras que una brisa juguetona aleja, se sienten como hermanos los hombres que aplazan el cruce de una frontera. Aprendí que en la autonomía para decorar un interior, vestirse, son una muestra de la amplitud de mundo. Seguir una tendencia tiene que ver más con la falta de tiempo que con algo realmente novedoso. En su compañía supe por qué la lluvia es la mejor música para hacer poesía y cómo la mejor poesía se queda más en las conversaciones, en las sensaciones, que en el papel.


Pero, volviendo al tema, Martha es parte de mis motivaciones por dos razones: su mesa y Todos los santos. Su mesa: su vajilla, los platos alemanes, los centros de mesa, los manteles, las teteras, las jarras, el arroz mojado (Blanco y brillante sobre tazones negros), la chicha de maíz morado, el chocolate de catorce años, galletas de maíz, ají... Ahora preparo una ensalada que, pensándolo bien, le debo ya que sin sus tés, no me picaría la nariz al pensar en el anís estrellado. Martha me enseñó que era mejor una arepa con aguacate y amigos, que toda Europa reunida en cuatro platos sin comunicación. Ah, y ya sé cuál es la mejor norma de etiqueta: la manera en que comemos debe de darle las gracias a quiénes nos ofrecieron los alimentos.


Ahora bien, en la poética de Martha, la cocina no tiene un lugar relevante. No aparece. El alimento más celebrado es la lluvia –hasta embriaga– pero no viene con receta para prepararse. Por eso el poseer una copia de su cuento Día de los muertos en mi infancia me llena de orgullo. Es el primer texto, de los muchos que le he leído, en donde encuentro un banquete: “harina de maíz para los maicillos y mermelada de guayaba… otros diez huevos y vegetal para los suspiros, coco rallado y vainilla para las galletas, uvas pasas o ciruelas secas para el arroz con leche, harina blanca para las muñecas de pan… canela para las empanaditas de dulce de lacayote y azúcar impalpable para espolvorearlas”.


Además, este cuento fue la epístola con que oramos el primero de noviembre del 2009, cuando en su casa hicimos el altar de muertos, encendimos las velas, invitamos amigos, tomamos té, arroz con leche, maicitos, y hablamos de todo un poco y mucho del cuerpo femenino. No como me hubiera gustado a mí, que los hubiera preferido con collares de caracolas, algas en el cabello y estrellas de mar sobre el sexo. O vestidos como Meryl Strep en The devil wears Prada. Pero, quizá esa variante es la que preocupa a las almitas en el más allá. Quizá hablaron así para que yo a lo largo de este año haga algo para que el tema sea distinto.


Vamos a ver que dicen este primero de noviembre, cuando, siguiendo la tradición, prepare mi altar con los chicos del G.A.B. explicándoles qué sentido tiene recordar a los muertos, y lea, antes de iniciar el banquete, después del mediodía, mientras ellos encienden las velas, el cuento de Martha, que a esa hora se engolosinara con la culinaria propia de una Bolivia que visito cada vez que ella me recuerda.

(Para conocer poemas de Martha Gantier Balderrama haz clíck aquí: www.elarcadigital.com.ar/modules/textos/texto.php?id=225 )

Prólogo cuatro: Literatura y solidaridad. Agua de Dios



Buscando los materiales para una novela, viajé a Agua de Dios, Cundinamarca. Una Hija de los Sagrados Corazones, la hermana Eufrasia Gómez, creyó en mi proyecto y me esperó para acogerme y llevarme de la mano por un pueblo cuya historia me conmueve y me hace creer que hoy, más que nunca, tiene mucho que enseñar.


Un sentido de gratitud me movió a diseñar una serie de talleres a los que llamé Literatura y solidaridad. Si ellas le aportaban a mi proyecto literario, ¿por qué no dejarles una motivación para que con la literatura enriquecieran su apostolado? Había terminado de leer a cuatro autoras de la Universidad Tecnológica de Pereira: Susana Henao Montoya en La ética narrativa (Maestría en Literatura, 2009) y Victoria Ángel, Luz Adriana Henao, Luz Marina Jaramillo en La realidad reiniciada (Ediciones Sin Nombre, 2009).


Estas lecturas fundamentaron mi proyecto: Si las Hijas de los Sagrados Corazones son educadoras, el mostrarles cómo la literatura es una excelente aliada a la hora de construir –o deconstruir modelos éticos, beneficiaría su quehacer pastoral. Más horizontes. Fue lo que creí, fue lo que propuse al grupo de Junioras.


Cuando escogí los materiales para el taller, tuve muy presente Dulce de plátano maduro y Bajo el naranjo de Leonardo Muñoz. La cocina es un laboratorio de paz por excelencia. La Hospitalidad esconde una mesa dispuesta, un plato que aguarda por el que va de paso. Si mi propuesta sugiere acciones de acogida, un cuento con receta propicia una cantidad de reflexiones sobre la solidaridad y el acto de partir con el otro el pan y la palabra.


Las dos mujeres caribeñas del primer cuento se prestan a esa tesis. Con el paso del tiempo, con la contemplación sabia de la vida y su devenir, aprenden a compartir. Aman al mismo hombre con platos distintos y cuando él muere, ellas se juntan para comer lo que a él le gustaba. Ni que decir de la solidaridad a la que llama la desolada mujer del segundo.


Les propuse a las Hermanas que leyeran los cuentos y los dramatizaran. Nos dividimos en dos equipos. Bajo el naranjo nos obligó a una relectura, a una adaptación. Ellas no querían que el mensaje sólo conmoviera sino que propusiera hechos solidarios. Dulce de plátano maduro fue la cara amable, el momento del recreo. Creo que la puesta en escena habría conmovido tanto al autor, que allí tendría otro cuento para contar. Verlas disfrazarse por encima del hábito es la metáfora perfecta de la lectura de literatura: nos vestimos de otro para vivir por un momento una vida que no es la nuestra pero en la que también tenemos piel. Nunca pensé que mi propuesta se tomara tan en serio.


No comimos dulce de plátano maduro, pero ellas, sobre hojas de plátano, sirvieron mermelada de tomate de árbol. Cuando le digo a mi equipo de investigación que durante la lectura de los cuentos de cocina tenemos que comer, aunque no sea lo sugerido en la receta, siempre pienso en esa tarde del convento donde reposan los restos del Beato Luis Variara.


Ahora que termino esta acción de gracias, dirijo mi mirada al Nevado del Ruiz. Desde Agua de Dios se veía el del Tolima y pienso que no estamos lejos, y que allí, en medio del sol y esa tierra que sólo da rabia y calor, un grupo de Hermanas sienten que ese chico que las acompañó a principio de año trabaja en una novela de la que ellas son protagonistas.


Espero que el libro que les dejé, Sufrían por la luz (Tahar Ben Jelloun) las motive a plasmar esos momentos de su vida en que una oración ha evitado la pesadilla del sinsentido.

viernes, 12 de febrero de 2010

¿A QUIÉN BUSCA JÁIBER EN AGUA DE DIOS?

Hace cerca de una década que conocí esta fotografía en una biografía del P. Luis Variara. En el momento de la foto, ella habría p

asado de los 22 años. Había n

acido en 1883 y llegado al lazareto de Agua de Dios en 1897. Diez años después sería la superiora general de una casa de religiosas recién fundada.

Desde que supe de ella la amé y aguardé todos estos años para conocerla de cerca. Con 24 años era muy joven para ponerse al frente de una casa de mujeres en

medio de tantas dificultades. Agua de Dios era un “moridero”. El país temía contagiarse de lepra y esos que ya la padecían tenían que confinarse y morir por la paranoia nacional. Ella, Ana María Lozano, estaba sana y venía a colocarse a la cabeza de otras mujeres que abrían una casa en la que les permitían a las enfermas tener vida comunitaria con mujeres sanas. Sin barreras, sin menosprecio. Una vez más

la lógica del amor de Dios contra la lógica del mercadeo.

¿Qué vieron las religiosas de ese entonces, en esta jovencita para aceptarla como priora? Tenían impedimentos para organizarse juntas en el seno de la mism

a Iglesia; los enfermos que llegaban no lo hicieron con la mejor voluntad.

Trato de imaginarme separado de los mío por la opinión pública y el garrote. Llevado a empujones, escuchando las advertencias a los demás pasajeros del tren sobre mí, que soy peligroso, que no se me acerquen. Todo el mundo le cae a mi familia, los hacen padecer el estigma de tener un leproso con esa lástim

a socarrona de las villas chismosas. Se acercan a preguntar por mí con el único afán de hacerlos sentir miserables. Yo, sin oportunidad de amar en libertad de nuevo, creyendo que ya estoy imposibilitado para que me amen. Yo, queriéndome hacer un hombre de éxito, reconocido. Galán, educado. Digamos que no soy muy espiritual y llego a un rancherío caliente, en una tierra que “sólo da rabia y calor”, lleno de gritos y personajes monstruosos. Las veredas hieden, hay niños mocosos con los ojos desorbitados. Adolescentes que se esconden entre las rocas para dejarse

morir de hambre. La policía reprime y trata de imponer un orden. Hay policías enfermos que llevan la cárcel. Hay policías corruptos que extorsionan y abusan por centavos. No faltan los hombres que hacen fortuna con la desgracia de los otros. Todo me repugna – sigo imaginando – y quisiera suicidarme.

De pronto, una jovencita bajita, linda, de buena familia, camina con una carpa negra por vestido en este resisterio de calor. Podría huir y ser una ilustre da

ma en la sociedad santafereña. No tendría necesidad de hacerse religiosa, ni de someterse a un horario. En este infierno – trato de pensar como hombre del siglo – a quién le importa tu disciplina y tu serenidad, Ana María, a quién… puedes hacerlo todo a medias y no tienes necesidad de sonreír, ni de ser tierna. Para un hombre sin ánimos de trascendencia ya, tu labor está de más. Sin embargo, no te detienes. No ves la miseria que hay a tu alrededor. Tus ojos ven otra cosa. La lepra se

curará y el mundo no conocerá de tus desvelos ni afanes: nuevos males nos atacarán y tus monjas no darán abasto porque el mundo moderno las consternará…

Intento verte, Ana María, como un hombre sin Dios de 1905 para apreciarte y

querer a tus hermanas por la fe y la alegría con que sobrevivieron a la falta de horizonte y sueños con que nosotros morimos ahora todos los días, durmiendo la tarde, sin caminar, sin reír, sin recibir un abrazo.

Bendigo al sacerdote italiano que se dio a la tarea de enseñarles a compartir la vida juntas cuando la soledad pudo ser más cómoda para vivir.

Imagino… pero, ¿será suficiente para escribir mi novela…? Necesito volver a Agua de Dios, A la madre Ana María. Su voz es la quiero rescatar. Conservar.

Nota sobre la foto: Foto escaneada de la biografía del P. Luis Variara publicada por Eliécer Salesman.


DE LAS CONVERSACIONES


Una de las recompensas más gratas de mi viaje a Agua de Dios lo constituyen las conversaciones. ¡Hay tanta gente para hablar! Agua de Dios es una mina para un humanista que no se arrugue con el calor. Claro, yo sé que no hubiera corrido con la buena suerte que corrí, de no ser por la protección de la Hna. Eufrasia Gómez. Es a ella a quien le debo la guía, la vivienda y el alimento de esta semana. Las observaciones, las sugerencias, los detalles, las “exclusivas” con que me obsequió, garantizaron que hoy valore mi expedición con una nota muy alta. El espacio que me abrió para dirigirme a las Hermanas Junioras con un taller de Literatura y la respuesta de ellas a mis peticiones, me permitieron descubrir unas religiosas atentas al mundo y de una espiritualidad auténtica en la que la alegría es el mejor signo de Evangelio. La casa de Betania fue desde el primer día una posibilidad inagotable para preguntar y escuchar, para sentir y aprender. Sin embargo, el mundo de afuera no me fue menos hospitalario y hallar a John Sánchez, a don Efraín Oyaga, al profesor José Luis, a don Gustavo Velazco, a don José Ángel, me ratificaron que había llegado a una Biblioteca en medio del desierto, en la que podía olvidarme de un mal gobierno, de una tesis inacabada, del desempleo, de los kilitos de más, de la crisis económica.

Ah, y no es que ellos no tengan los pies sobre la tierra, ni que Agua de Dios sea un pueblo incomunicado con la civilización. Precisamente porque son hombres de mundo, intelectuales cosmopolitas, es que uno deja de ser tan provinciano. No tenía en mis planes amanecer siquiera una noche por fuera de la casa en que me hospedaron, pero tres amigos me tendieron una trampa de aguardiente, música y charla que no pude evitar. Un guía como John, recitando pasajes de memoria de la autobiografía del maestro Luis A. Calvo, logra que a uno le vayan creciendo enredaderas en cada calle y ya sabe uno que la partida no será fácil. Y entonces uno aprende que de ese infierno no queda nada gracias al arte, el conocimiento y la fe. Los pacientes de Hansen llegaban a Agua de Dios con el destino de morirse en silencio. Pero los hombres y las mujeres de Dios les enseñaron artes y oficios, les mejoraron la calidad de vida y los enfermos quisieron vivir más, aprender más, crear más. Visitar Agua de Dios es una experiencia de aprendizaje significativo en la que uno corre el riesgo de nunca graduarse por ese gusto de conversar.

Nota sobre la foto: Panorámica de Agua de Dios desde la casa de John con fragmentos de nuevos conocidos.