Hace cerca de una década que conocí esta fotografía en una biografía del P. Luis Variara. En el momento de la foto, ella habría p
asado de los 22 años. Había n
acido en 1883 y llegado al lazareto de Agua de Dios en 1897. Diez años después sería la superiora general de una casa de religiosas recién fundada.
Desde que supe de ella la amé y aguardé todos estos años para conocerla de cerca. Con 24 años era muy joven para ponerse al frente de una casa de mujeres en
medio de tantas dificultades. Agua de Dios era un “moridero”. El país temía contagiarse de lepra y esos que ya la padecían tenían que confinarse y morir por la paranoia nacional. Ella, Ana María Lozano, estaba sana y venía a colocarse a la cabeza de otras mujeres que abrían una casa en la que les permitían a las enfermas tener vida comunitaria con mujeres sanas. Sin barreras, sin menosprecio. Una vez más
la lógica del amor de Dios contra la lógica del mercadeo.
¿Qué vieron las religiosas de ese entonces, en esta jovencita para aceptarla como priora? Tenían impedimentos para organizarse juntas en el seno de la mism
a Iglesia; los enfermos que llegaban no lo hicieron con la mejor voluntad.
Trato de imaginarme separado de los mío por la opinión pública y el garrote. Llevado a empujones, escuchando las advertencias a los demás pasajeros del tren sobre mí, que soy peligroso, que no se me acerquen. Todo el mundo le cae a mi familia, los hacen padecer el estigma de tener un leproso con esa lástim
a socarrona de las villas chismosas. Se acercan a preguntar por mí con el único afán de hacerlos sentir miserables. Yo, sin oportunidad de amar en libertad de nuevo, creyendo que ya estoy imposibilitado para que me amen. Yo, queriéndome hacer un hombre de éxito, reconocido. Galán, educado. Digamos que no soy muy espiritual y llego a un rancherío caliente, en una tierra que “sólo da rabia y calor”, lleno de gritos y personajes monstruosos. Las veredas hieden, hay niños mocosos con los ojos desorbitados. Adolescentes que se esconden entre las rocas para dejarse
morir de hambre. La policía reprime y trata de imponer un orden. Hay policías enfermos que llevan la cárcel. Hay policías corruptos que extorsionan y abusan por centavos. No faltan los hombres que hacen fortuna con la desgracia de los otros. Todo me repugna – sigo imaginando – y quisiera suicidarme.
De pronto, una jovencita bajita, linda, de buena familia, camina con una carpa negra por vestido en este resisterio de calor. Podría huir y ser una ilustre da
ma en la sociedad santafereña. No tendría necesidad de hacerse religiosa, ni de someterse a un horario. En este infierno – trato de pensar como hombre del siglo – a quién le importa tu disciplina y tu serenidad, Ana María, a quién… puedes hacerlo todo a medias y no tienes necesidad de sonreír, ni de ser tierna. Para un hombre sin ánimos de trascendencia ya, tu labor está de más. Sin embargo, no te detienes. No ves la miseria que hay a tu alrededor. Tus ojos ven otra cosa. La lepra se
curará y el mundo no conocerá de tus desvelos ni afanes: nuevos males nos atacarán y tus monjas no darán abasto porque el mundo moderno las consternará…
Intento verte, Ana María, como un hombre sin Dios de 1905 para apreciarte y
querer a tus hermanas por la fe y la alegría con que sobrevivieron a la falta de horizonte y sueños con que nosotros morimos ahora todos los días, durmiendo la tarde, sin caminar, sin reír, sin recibir un abrazo.
Bendigo al sacerdote italiano que se dio a la tarea de enseñarles a compartir la vida juntas cuando la soledad pudo ser más cómoda para vivir.
Imagino… pero, ¿será suficiente para escribir mi novela…? Necesito volver a Agua de Dios, A la madre Ana María. Su voz es la quiero rescatar. Conservar.
Nota sobre la foto: Foto escaneada de la biografía del P. Luis Variara publicada por Eliécer Salesman.